¿Alguna vez os habéis detenido en medio de la Gran Vía?
En cuanto te planteas abandonar el ritmo incesante de la ciudad, ésta se encarga de recordarte la inutilidad de tus intentos. Si se os ocurre pararos en la gran vía un sábado a última hora de la tarde, veréis de qué os estoy hablando. La gente te rodea, te empuja, te obliga a caminar a un ritmo que, aunque la costumbre te haya forzado a asimilar de forma casi inconsciente, no es tu ritmo.
¿Cuántos de nosotros podemos decir que recordamos cuál fue nuestro ritmo? Después de unos años en La Gran Ciudad, he de reconocer que he perdido parte de mí misma al fundirme con esta colectividad anónima, que te mira sin observarte. Pero también sin juzgarte.
Para alguien como yo, que huyó en cuanto cumplió la mayoría de edad de una ciudad con minúsculas en donde importa más lo que dicen de ti que quién eres en realidad, La Gran Ciudad era como un parque de atracciones. Las noches que nunca terminan, los teatros, los museos... En definitiva, las múltiples oportunidades que sólo se te presentan si vives en una ciudad como ésta me atraparon irremediablemente.
Aún recuerdo mi primer mes en La Gran Ciudad, una niña recién llegada a la universidad, con ganas de comerse el mundo pero incapaz siquiera de orientarse en el Metro. Qué pequeña me sentía cuando observaba la majestuosidad del casco antiguo. Ahora que lo pienso, en mi ciudad con minúsculas no hay ni siquiera casco antiguo. Es una de estas poblaciones cuyo encanto ha ido desapareciendo a merced de los especuladores, que donde ven un poco de agua y cuatro granos de arena tienen que construir hoteles para dar cabida a toda la comunidad internacional. Pero, como Michael Ende solía escribir, ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Pronto me acostumbré a deambular por La Ciudad como alma que lleva el diablo, aunque podría contar con los dedos de una mano las veces en que realmente he tenido prisa. La Gran Ciudad tiene su propio ritmo, y, desde luego, no parecía estar planeando cambiarlo por mi llegada, así que fui yo quien cambió el suyo.
Ahora, de vez en cuando, me obligo a detenerme en la Gran Vía y a recordar quién soy, cuál es mi ritmo. La Gran Ciudad, mi Ciudad, me observa curiosa y divertida, y ya, por fin, me permite disfrutar de ella sin atosigarme. Creo que hemos llegado a un "equilibrio rítmico", que es más de lo que puedo decir de muchas otras relaciones que he tenido. La Gran Ciudad ha terminado respetando mi espacio y yo, desde mi insignificancia, le agradezco que haya sabido hacerme un hueco.
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