martes, 6 de noviembre de 2007

Girasoles

“El Giraluna dormía de día huyendo del Sol / El Giraluna, con pétalos blancos, un día escapó”
Sidonie (fragmento de Giraluna, incluída en su disco Costa Azul)


Viernes noche. Salimos de trabajar y nos apresuramos a realizar nuestro particular ritual de belleza. Nos vestimos, nos peinamos y nos maquillamos “a la moda”. Nos disfrazamos de transgresores, de provocadores, o de pijos conformistas, pero el caso es pertenecer a alguna tribu urbana. Pocos son los que pueden presumir de poseer un estilo personal. Somos asteroides necesitados de luz ajena para poder brillar en la noche. Somos girasoles.

Antes de llegar a La Gran Ciudad, todos mis conocidos –salvo honrosas excepciones- podían encajarse en los arquetipos caricaturizados en las teleseries americanas. Muy pocos se atrevían a tener opinión propia, y menos aún se enfrentaban a La Mayoría. Porque La Mayoría era Normal. Lo que hace La Mayoría es lo que hay que hacer. Así nacen Las Modas.

Pero a medida que pasa el tiempo, La Mayoría se vuelve cada vez más salvaje. Lo Normal se encrudece, se envilece, y nos conduce irreversiblemente al desarraigo de nuestras voces interiores. La Moda de turno nos empuja a disfrazar nuestra naturaleza. No hablo de “strass”, ni de azules petróleo (yo, que hubiese jurado que el petróleo es negro, y resulta que es azul) o zapatos “peep toe”. Hablo de nuestra actitud ante la vida, nuestra luz propia.

Dejamos que Ellos –los demás- sepulten nuestra visión del mundo. Dejamos que La Mayoría nos seduzca con promesas de Felicidad a cambio de entregarle nuestra alma. Hasta que al final La Moda nos convierte en simples peones, lacayos de los medios de comunicación y esclavos del marketing.

Antes de llegar a La Gran Ciudad vivía escondiéndome de La Mayoría. Necesitaba tiempo para buscar mi propia luz, o como ya lo describí en otra ocasión, mi ritmo. Cuando lo encontré, me di cuenta de que jamás podría encajar en un sitio donde La Mayoría impone el suyo.

Escapé, como el Giraluna de Sidonie, y descubrí La Gran Ciudad. Aquí no existen mayorías. No hay reglas del juego. Las posibilidades son infinitas. Si bien es cierto que esta libertad de movimientos complica en gran medida ciertos rituales que en otros núcleos más estandarizados son fácilmente dominables, es sabido que cuanto más alto es el riesgo mayor es el beneficio potencial.

Hoy, años después, veo cómo muchas luces se han ido apagando, cómo La Mayoría las ha devorado igual que La Nada devoraba el mundo de Fantasía en La Historia Interminable.

Hoy, años después, doy gracias a La Gran Ciudad por ser tan plural y diversa. Gracias por permitirnos ser giralunas en un mundo de girasoles.

miércoles, 13 de junio de 2007

Inocencia Perdida

"La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo." Dylan Thomas.

Hace poco recibí una invitación a la inauguración de una terraza. Lo cierto es que apenas reparé en ella, uno de tantos mensajes publicitarios que recibimos cada día y que nos hacen creer que la Felicidad es susceptible de ser adquirida como cualquier consumible. Pensaba dejar que se marchitara en mi bandeja de entrada, silenciosamente, sin mayores repercusiones, y entonces alguien –obviamente, alguien menos conformista que yo- nos lanzó una gran pregunta: “¿Por qué seremos tan superficiales como para decir que una go-go te hará soñar?”.

Tristemente cierto es que la obsesión por la belleza no es algo nuevo. Quienes enloquecen persiguiendo un ideal por definición efímero olvidan quiénes son en nombre de esa obsesión malsana. Dorian Gray (protagonista de la única novela escrita por Oscar Wilde) es un claro exponente: “El lienzo de Basil Hallward contenía el secreto de su vida, narraba su historia. Le había enseñado a amar su propia belleza. ¿Le enseñaría también a aborrecer su propia alma?”.

Anorexia, bulimia y otros desórdenes alimenticios asolan la juventud de los países más acomodados. Las niñas quieren ser mujeres antes de tiempo y roban las pinturas de sus madres mientras sus muñecas –anteriormente sus tesoros más preciados- quedan relegadas al olvido en algún rincón de un altillo. Los niños prestan más atención al tamaño de sus músculos que al de sus cerebros, que se van marchitando a medida que muere la curiosidad. ¿Dónde están los niños de La Gran Ciudad? ¿Dónde quedaron los sueños?

¿Por qué seremos tan superficiales como para pensar que una belleza vacía, una promesa de placer rápido, una mirada sin brillo, nos hará soñar?

Oliverio Girondo, en “El lado Oscuro del Corazón”, advierte a cada mujer que conoce: “No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! - y en esto soy irreductible - no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar pierden el tiempo conmigo.”


Sólo soñando somos capaces de liberarnos de la carga de la lógica, del peso de los desengaños. Sólo quien no perdió sus sueños puede recuperar la capacidad de amar sin reservas, de ofrecer su corazón desnudo de nuevo una y otra vez. Sólo quien sueña sabe volar.

jueves, 3 de mayo de 2007

Distorsión Social

¿Nunca os habéis preguntado a dónde se dirige esta sociedad en la que nos ha tocado sobrevivir? ¿Qué valores nos mueven? ¿Podremos encontrar la felicidad en una sociedad que continuamente nos recuerda lo mucho que aún no tenemos y nos pretende enseñar cómo debería ser nuestra vida?

Esta sociedad nos contamina desde nuestra más tierna infancia… nos enseña que la amistad se compra con donettes y que niños y niñas pertenecen a universos diferentes e irreconciliables. Nos enseña a querer ser los mejores, porque sólo los que destacan consiguen el respeto y el cariño de compañeros, padres y profesores. Nos enseña a orientarnos hacia la consecución de determinados resultados para obtener compensaciones materiales (dinero o regalos por traer buenas notas a casa, o una enorme pizza por ganar una medalla de oro en natación). Desde que somos niños se nos enseña a competir con los demás para llegar a ser alguien.

Después llega la adolescencia, y tenemos que hacer frente a la increíblemente poderosa ola de hormonas que suplanta nuestros cerebros y nos convierte en seres atormentados e incomprendidos durante un periodo de tiempo que, en ciertos casos, se alarga más de lo debido. Por algún extraño motivo que escapa a mi entendimiento, en este periodo nos llenamos de complejos. Hasta mi adolescencia, a mí me daba igual que me sobraran unos kilitos o tener pelos en las piernas. Pero ¡ay! Llegan los catorce años y de repente un grano en la cara es un drama de dimensiones shakespearianas… De pronto somos vulnerables y estamos perdidos, pero ahí esta nuestra fantástica sociedad para guiarnos por el camino correcto: Cremas para el acné, películas que nos enseñan que lo más importante de esta etapa vital es perder la virginidad antes que los demás amigotes de la pandilla, pero eso sí, vete a la universidad que aún tienes que ser mejor que los demás y por dios deja de comer bollos que vas a engordar (y eso que en la infancia los donettes eran lo más…).

Total, que llegamos a nuestra etapa adulta habituados a la competitividad y al hedonismo (curiosa pareja de valores). De lunes a viernes hay que pelear, trepar, conseguir mejores cifras que los demás… Y el fin de semana hay que disfrutar como si no quedaran más noches por delante, hay que perderse en las calles más oscuras para renacer cada mañana con alguien diferente al otro lado de la cama. En realidad seguimos buscando lo mismo que cuando éramos niños: respeto y –sobre todo- cariño.

Al final la sociedad en la que vivimos, esta sociedad distorsionada y deshumanizada, no nos ha enseñado nada. Todos los bebés saben que sólo tienen que sonreír para conseguir cariño, y está visto que la sabiduría es inversamente proporcional al tiempo que pasamos sometidos a esta Distorsión Social, así que… ¡sonríe!

martes, 24 de abril de 2007

El Ritmo Perdido

La semana pasada me di cuenta de que me echaba de menos. Aun a pesar de ser consciente de que me estaba dejando caer en la paradoja de la escalera sin fin, en vivir pensando siempre en el mañana que nunca llega; de pronto (no sé exactamente cuándo ni cómo) mi cerebro había dejado de ser mi herramienta para convertirme en su esclava. Fui yo, totalmente consciente de lo que hacía, quien comenzó este ascenso por los peldaños de mi ambición. En mi ingenuidad, creí que sería capaz de controlarlo para lograr mis objetivos urgentes, y sí, lo dominé… pero pagué con objetivos importantes. Sin embargo, como en la paradoja de la escalera, he regresado al punto de partida.


La vida, al final, es como esta escalera ilusoria. Podemos recorrer un camino larguísimo, plagado de obstáculos, olvidarnos de quiénes somos, de quiénes queríamos ser y de a quiénes amamos… sólo para descubrir, años más tarde, que en realidad hemos vuelto al punto de partida. Quizá por eso el mejor regalo que puede hacer un padre a su hijo es un buen principio del Trayecto, un Hogar –entendiéndolo no como espacio físico, sino como estado del alma- al que siempre regresar para refugiarse y proseguir su camino.


La semana pasada, por fin, me di cuenta de que me estaba perdiendo. He escalado muchos peldaños que deseaba escalar, sí, pero no había reparado –o quizá sí, pero no quise verlo antes- en el precio que estaba pagando. He vendido mi ritmo. He vendido mi visión del mundo. Me he traicionado al volverle la espalda a la persona que quiero ser (y ésa es la más dolorosa de las traiciones). ¿Qué importa el dinero o el prestigio si me convierten en uno de los “hombres grises” de “Momo”?

Hay ciertas cosas que nos marcan de alguna forma, y a las que recurrimos en determinados momentos de nuestra vida. Para algunos es una canción, para otros una foto de tiempos pasados, una carta de alguien que les amó, una guitarra que acumula polvo en un rincón o quizá una gastada Biblia… Para mí es un poema de Rudyard Kipling: Si… (If… para los angloparlantes). La semana pasada me descubrí a mí misma releyéndolo de forma distraída mientras sorbía mi café de máquina matutino, y supe sin lugar a dudas que era hora de volver.


Estos meses de silencio de “posts” han respondido a mi incapacidad de comunicarme conmigo misma. No quería escribir porque tenía miedo de lo que pudiera llegar a decirme si me dejaba hablar de “yo a yo”. La falta de sinceridad con uno mismo parece ser un rasgo característico del Ser Humano… Pero finalmente he regresado a mi Punto de Partida, donde una vez me enseñaron a afrontar la vida y a disfrutar del mero hecho de inhalar una bocanada de aire fresco. La semana pasada supe que la clave de La Felicidad está en saber derrumbar los muros construidos durante el camino para así volver al Inicio. Necesitamos volver a recordar quiénes somos y cuál es nuestro ritmo.