miércoles, 3 de mayo de 2006

La Ciudad Sin Gente

Lo malo de La Gran Ciudad es la sensación de soledad que le entra a uno de vez en cuando. Muy de vez en cuando, es cierto, pero hoy es uno de esos días en los que, a pesar de estar rodeada de gente -escribo esto en un avión repletito de turistas que parecen haber perdido la capacidad de estar en silencio- la perspectiva de volver a sumergirme en la multitud resulta, cuando menos, desalentadora.

Para alguien que, como yo, adora La Gran Ciudad, estos pequeños momentos son los indicados para plantearse ciertas cosas (y, de paso, aislarme psicológicamente de la verborrea incesante del pasajero de mi derecha). ¿Realmente esto es para mí? ¿Podré ser feliz en La Gran Ciudad, que hoy se dibuja ante mí como una ciudad anónima y gastada? ¿Lograré encontrar alivio a esta sensación de soledad que, de vez en cuando, me asalta en La Ciudad Sin Gente con más habitantes del país?

Hoy vuelvo de mi ciudad con minúsculas, a la que le falta todo lo que os podáis imaginar y, sin embargo, tiene justo lo que a La Gran Ciudad le falta. Por muy independiente que pretenda ser, por absorbida que esté en mi carrera profesional, por muy neoliberalista convencida que pueda parecer a veces, lo cierto es que en estos momentos estoy cansada y derrotada, y me gustaría que todo fuera más fácil, que el trabajo fuese mi medio de vivir y no mi modo de vida. Lo peor de todo es no tener a quién culpar. Al fin y al cabo, esto nos lo hemos buscado nosotros solitos (bueno, en realidad por nosotros quiero decir los que se quedan con el dinero que producimos los de abajo). Hace algunos años, cuando leí el manifiesto comunista de Marx pensé que nadie podía ser tan tonto: ¿Producir para otro y pagar más de lo que cobramos por las mismas cosas que nosotros mismos producimos?. En el ejemplo del ensayo marxista eran cubos de agua, y resultaba obvio que era una tontería, pero la realidad es que el mundo funciona así. Y, la verdad sea dicha, salvo los cuatros líderes económicos para los que producimos y a los que enriquecemos, los demás somos -y me incluyo- gilipollas. Cada vez más gilipollas y menos felices. Hay que joderse con el neoliberalismo.

Cada vez estoy más cerca de La Gran Ciudad, La Ciudad Sin Gente, y el corazón se me encoge con cada milla que recorre el avión. No voy a mentir, no voy a echar de menos la ciudad con minúsculas (porque no dar, no me ha dado ni buen tiempo), pero sí que echaré de menos a los que dejo allí. Es irónico que, a pesar de tenerlo todo, justo lo que más me importa esté en la ciudad con minúsculas y no en La Gran Ciudad. Supongo que cuando pueda librarme del espantoso dolor de cabeza que me ha producido la estruendosa familia en medio de la cual me han sentado (que también es mala suerte), podré ver las cosas un poco menos negras. Qué viaje me están dando.

domingo, 23 de abril de 2006

La Gran Ciudad

¿Alguna vez os habéis detenido en medio de la Gran Vía?


En cuanto te planteas abandonar el ritmo incesante de la ciudad, ésta se encarga de recordarte la inutilidad de tus intentos. Si se os ocurre pararos en la gran vía un sábado a última hora de la tarde, veréis de qué os estoy hablando. La gente te rodea, te empuja, te obliga a caminar a un ritmo que, aunque la costumbre te haya forzado a asimilar de forma casi inconsciente, no es tu ritmo.


¿Cuántos de nosotros podemos decir que recordamos cuál fue nuestro ritmo? Después de unos años en La Gran Ciudad, he de reconocer que he perdido parte de mí misma al fundirme con esta colectividad anónima, que te mira sin observarte. Pero también sin juzgarte.


Para alguien como yo, que huyó en cuanto cumplió la mayoría de edad de una ciudad con minúsculas en donde importa más lo que dicen de ti que quién eres en realidad, La Gran Ciudad era como un parque de atracciones. Las noches que nunca terminan, los teatros, los museos... En definitiva, las múltiples oportunidades que sólo se te presentan si vives en una ciudad como ésta me atraparon irremediablemente.


Aún recuerdo mi primer mes en La Gran Ciudad, una niña recién llegada a la universidad, con ganas de comerse el mundo pero incapaz siquiera de orientarse en el Metro. Qué pequeña me sentía cuando observaba la majestuosidad del casco antiguo. Ahora que lo pienso, en mi ciudad con minúsculas no hay ni siquiera casco antiguo. Es una de estas poblaciones cuyo encanto ha ido desapareciendo a merced de los especuladores, que donde ven un poco de agua y cuatro granos de arena tienen que construir hoteles para dar cabida a toda la comunidad internacional. Pero, como Michael Ende solía escribir, ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.


Pronto me acostumbré a deambular por La Ciudad como alma que lleva el diablo, aunque podría contar con los dedos de una mano las veces en que realmente he tenido prisa. La Gran Ciudad tiene su propio ritmo, y, desde luego, no parecía estar planeando cambiarlo por mi llegada, así que fui yo quien cambió el suyo.


Ahora, de vez en cuando, me obligo a detenerme en la Gran Vía y a recordar quién soy, cuál es mi ritmo. La Gran Ciudad, mi Ciudad, me observa curiosa y divertida, y ya, por fin, me permite disfrutar de ella sin atosigarme. Creo que hemos llegado a un "equilibrio rítmico", que es más de lo que puedo decir de muchas otras relaciones que he tenido. La Gran Ciudad ha terminado respetando mi espacio y yo, desde mi insignificancia, le agradezco que haya sabido hacerme un hueco.