viernes, 6 de agosto de 2010

Hiroshima

Cuando la bomba cayó sobre Hiroshima y explotó, vimos desaparecer toda una ciudad. Yo escribí en mi diario las palabras: "Dios mío, ¿qué hemos hecho?"
Capitán Robert Lewis

Hoy se cumplen 65 años desde la abominable masacre de Hiroshima. Quizá este año, por haber estado allí unos días y haber tenido la oportunidad de escuchar en primera persona el relato de los habitantes de la ciudad que sufrió lo indecible, soy más consciente de lo que realmente ocurrió allí. Hoy, cuando se cumplen 65 años desde que la capital del Imperio Neoliberalista tuvo que demostrar su poder –dos veces- por causas que en ningún caso justificarían semejante carnicería, quiero compartir con vosotros las fotos, los recuerdos y las sensaciones que viví cuando visité Hiroshima hace menos de un mes. Apenas puedo contener las lágrimas al pensar que tantos años de evolución no han servido más que para encontrar formas cada vez más sofisticadas y brutales de asesinarnos unos a otros.

Más de doscientos mil civiles se despertaron esa mañana (o quizá ni siquiera llegaron a despertarse) cuando, a primera hora, una instantánea muerte blanca caía sobre los más afortunados. Los relojes se pararon en testimonio mudo de la muerte de sus dueños desintegrados por la terrible explosión.

Tal día como hoy, en 1945, el presidente Harry Truman ordenó el primer ataque nuclear en la historia de la humanidad sobre el pueblo de Hiroshima. Hiroshima no era ni mucho menos un enclave militar, era un pueblo como el tuyo y el mío, un pueblo normal de gente como tú y como yo que un día fueron exterminados. Miles de mujeres y niños, estudiantes, comerciantes, labradores, profesores, y un largo etcétera que apenas incluye personal militar fueron aniquilados en nombre de una absurda demostración de poder. El único delito que cometió la ciudad de Hiroshima fue que esa mañana el cielo estaba despejado, y por eso los americanos decidieron tirar allí la bomba, para poder ver con claridad la capacidad destructiva de su creación. Podría haber sido Kyoto o Yokohama, pero desafortunadamente para Hiroshima ese día hacía buen tiempo.
Hiroshima fue borrada del mapa sin más contemplaciones. Donde había habido una ciudad próspera sólo quedó un solar destruido y radiación que mataría posteriormente a los que sobrevivieron a la deflagración.

Los infelices que sobrevivieron se vieron expuestos a un sufrimiento aún peor a la muerte, a terribles deformidades y en la gran mayoría de los casos a una muerte lenta a causa de la radiación, y aún hoy millones de japoneses siguen padeciendo graves consecuencias genéticas. Según el testimonio de quienes presenciaron la devastación, los supervivientes de la explosión parecían zombis que deambulaban entre cenizas y humo, sin pelo y ciegos, con la piel desprendiéndose de sus cuerpos semi-vivos.


Hasta meses después de la bomba nadie pudo entrar a socorrer a los supervivientes. Los médicos, enfermeras y equipos de rescate de la ciudad también estaban muertos o gravemente heridos. Los supervivientes, completamente desolados, no tenían a dónde ir y permanecieron en el epicentro de la masacre, bebiendo agua contaminada y expuestos a la lluvia radioactiva.

Lo que más me conmovió de Hiroshima fue la historia de la pequeña Sadako Sasaki. Sadako sólo tenía dos años el 6 de agosto de 1945. En el momento de la explosión estaba en su casa, que se encontraba bastante lejos del punto de la explosión. Parecía que había sido afortunada y había conseguido sobrevivir convirtiéndose en una niña fuerte y atlética. Sin embargo, como a muchos otros, la sentencia de muerte de Sadako también había sido escrita ese fatídico día.

En 1954, con 11 años, mientras corría una carrera en clase de gimnasia, cayó al suelo desmayada. La pequeña Sadako estaba muriendo de leucemia.

En Japón existe una vieja tradición sobre alguien que hizo mil grullas de papel como ofrenda a los dioses, y cuyo deseo fue concedido. Sadako tenía la esperanza de que los dioses le concedieran el deseo de volver a correr de nuevo, así que dedicaba las horas en el hospital a hacer grullas. Los médicos y enfermeras le traían los envoltorios de los medicamentos y cualquier otro papel que pudiese utilizar y Sadako, incansable, pasaba los días y las noches haciendo centenares de grullas.

Después de conocer en el hospital a otros niños con leucemia (la “enfermedad de la Bomba A”) a los que vio morir ante sus ojos como un anuncio del destino que a ella misma le aguardaba, Sadako pensó que no sería justo pedir la curación sólo para ella, y pidió que su ofrenda de 1000 grullas de papel a los dioses sirviera para traer la paz y la curación a todas las víctimas del mundo.

Lamentablemente su deseo no fue concedido y la pequeña murió antes de conseguir terminar las 1000 grullas. Llegó a completar 644 grullas antes de que la enfermedad se la llevase. Sus compañeros de escuela, después de su muerte, completaron el número haciendo ellos las grullas que faltaban para llegar hasta 1000.

La historia de Sadako conmovió a todo Japón y, en 1958, fue contruida una estatua en su honor y en memoria de todos los niños muertos a causa de la bomba. En la base de esta estatua puede leerse el mensaje de los niños japoneses a todos nosotros: "Éste es nuestro grito, ésta es nuestra plegaria; paz en el mundo".



A pesar de todo lo que sufrieron, el pueblo japonés nos ha dado una valiosa lección. Ellos no han querido regodearse en su tragedia y han trabajado muy duro para seguir adelante. Cuando uno viaja a Hiroshima parece mentira que hace tan sólo 65 años la vida allí se extinguiese por completo. Hiroshima es hoy en día una ciudad con una actividad frenética y ciudadanos extremadamente agradables y trabajadores; todos los monumentos históricos fueron delicadamente reconstruidos y la vida ha seguido allí como si nada hubiese pasado. No guardan ningún rencor hacia los EEUU. Para ellos, Hiroshima debe dar testimonio de lo que podría volver a pasar en cualquier momento, y lo único que reivindican sus habitantes es el desarme nuclear mundial de manera definitiva. Como símbolo de este deseo, la Llama de La Paz permanecerá siempre encendida en el Parque de La Paz, y sólo se apagará cuando las armas nucleares no sean más que un triste recuerdo en nuestra Historia.

Hoy, 65 años después, sólo me queda desear con todas mis fuerzas que la Llama de La Paz se apague de una vez por todas y que, por fin, los dioses nos concedan a todos el deseo de la pequeña Sadako
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